sábado, 17 de septiembre de 2011

El arte en camiseta: Edgar Bayley


El mundo, eso que se nos presenta como exterior a nosotros, como arcilla que nuestra interpretación moldea sin afectar, presenta múltiples valencias. Su plasticidad admite ha permitido y permitirá elogiarlo, despreciarlo, intervenirlo, discutirlo, negarlo, quererlo, rechazar y un montón de acciones más que ya sabremos inventar.

Considerada su permisividad, podríamos arriesgar que el mundo es bastante generoso con nosotros los humanos. Claro, después están nuestras miserias, limitaciones y triviales intereses que vuelven conflictivo el reparto y la administración de lo que al mundo le sobre: belleza, vitalidad, “verdor” como le gustaba decir a Alberto Girri.

Cierta vez, un cantante dijo “y todo ha sido hecho para vos y para mí / entonces salgamos y veamos lo que nos pertenece”. Edgar Bayley (Buenos Aires, 1919-1990), el poeta que nos acompaña esta vez, se propuso una tarea más ambiciosa: poblar el mundo de objetos nuevos, de inventos. Hacia 1946, en el manifiesto invencionista que firmaba junto a Kosice, Bajarlía, Iommi y otros artistas de la plástica y de la poesía, el autor planteaba que la función de la poesía era la de “una invención de nuevas realidades”. Esta voluntad no debe confundirse con una creencia en el escritor como fuente, punto inicial de la poesía. Bayley bien sabía que inventar no era mérito exclusivo del inventor. Tampoco se trataba de cierta pretensión de transitar por caminos no tradicionales a la poesía, como podría ser el caso, por ejemplo, de William Carlos Williams. Este entrañable porteño, autor de libros inolvidables como Todo el viento del mundo, planteaba a la invención como natural relación entre nosotros el mundo. Debemos inventarnos una forma de relacionarnos con él y, para eso, pintar, escribir poemas, producir cosas radicalmente nuevas.

Del propio roce entre los hombres y el mundo nace la poesía: Bayley puso en palabras esa experiencia, lo que permitió a sus lectores toparse, enfrentarse a algo nuevo y voluptuoso: su obra. Y es la sensualidad de ese encuentro lo que hace al surgimiento de algo nuevo cada vez: el poema que escribe nuestra lectura. Es que la poética de Bayley vale por sus múltiples activaciones, por la cantidad de lugares posibles hacia donde puede llevarnos. Esa apertura no es cualquierismo: la palabra poética ha sido cuidada y por eso nos protege, es –elemento muy afín a Bayley- luz. Sabemos lo primordial que ella es para nosotros, alumbra y ensombrece, colorea nuestra experiencia.

Progresivamente, el aspecto vanguardista de Bayley fue cediendo de un invencionismo que rechazaba toda figuración (como el arte concreto de la década del ’40 en la Argentina) hacia una disposición cada vez más orientada a intervenir –inventando, siempre- sobre la tierra, desde la naturaleza a los objetos y prácticas más mundanas. Sin embargo, no dejó siempre de intentar, allí donde hubiere un espacio, integrar algo de la vitalidad creativa que lo habitaba. Probablemente, haya sido inevitable para él, quien acuño el término “forzosidad” para definir uno de los criterios con los cuales la poesía se escribía: se escribe lo que es inevitable escribir así, porque, rigurosamente, no existe la posibilidad de decirlo de otro modo que así.

Bayley era enemigo de los signos de puntuación para la poesía, precisamente porque creía que la invención era también la acción de reunir. Agregar signos a esa reunión era traicionar la manera en que el mundo se presenta a nuestra experiencia: los signos los ponemos nosotros los humanos, para ordenar lo que es múltiple y polivalente. El prefería disponer las cosas frente a nosotros en su vastísima potencia, en un pequeño caos agazapado. Era su forma de homenajear al mundo, esa infinita riqueza abandonada que no se agota nunca y que de todo se alimenta.

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