sábado, 21 de mayo de 2011

El artista sale a la vereda: Charles Baudelaire. Por Mauro Lococo

En sus 46 años de vida, Charles Baudelaire (1821-1867) se encargó siempre de tomar decisiones equivocadas. Ser poeta en el siglo XIX es una de ellas. Pero es sólo una consecuencia de una cadena interminable de errores. Al menos eso debe haber juzgado su padrastro, que hizo todo lo posible por normalizar a ese muchacho errático y displicente que se aburría en cada una de las instituciones en las que era inscripto y recomendado, como correspondía a los jóvenes burgueses franceses en el Siglo XIX.

Baudelaire se equivocó desde temprano. Casi no conoció a su padre –un pintor de poca monta y funcionario público– y nunca se llevó con su padrastro, un militar francés que llegaría al grado de General. Fracasó en todas sus experiencias escolares. De pequeño, se aburrió en el Colegio Real de Lyon, de adolescente fue expulsado del Colegio Louis-le-Grand, por un extraño episodio en el que es acusado de poner un explosivo en un inodoro.

A los 19 años, el futuro poeta dudaba entre el deber y el placer. Entonces se matricula en la Facultad de Derecho. Lógicamente, continuó con las malas decisiones: el ambiente de la bohemia lo persuade de dedicarse a la crítica de artes plásticas, la poesía y la ¡taxidermia! Su padrastro entonces consigue enrolarlo en un viaje hacia Calcuta, esperanzado en que la vida militar lo encarrile. A los seis meses, Baudelarie está de vuelta y nunca volverán a hablarse, salvo para cuando el joven poeta sea desheredado, en 1849.

En sus primeros años de juventud hará varias cosas sin dudas repudiables, tanto para su padrastro como para el resto del buen pensar pequeño burgués. Celebra las pinturas macabras de Delacroix, traduce y publica a Poe y De Quincey, frecuenta la bohemia parisina, se droga, apuesta, pierde y se acuesta con prostitutas. Una de ellas es Sara, una judía calva y renga, a la que engaña con Jeanne, una mulata. Seguramente, esto pudo haber enervado más a su familia. Sin embargo, no conforme con esto, en 1848, se une a las barricadas y pide por la ejecución de su padrastro, volviendo casi literal el freudiano “matar al padre”. No lo logra.

Entre tanto lío, Baudelaire cambió la historia de la poesía. La Modernidad había dividido aguas en términos estéticos: los poetas se alineaban en el Parnasianismo o el Romanticismo. Los primeros celebraban los valores de la democracia burguesa y su impronta liberadora, el progreso y la tecnología. Los segundos preferían cantar a la pureza perdida, encarnada en jóvenes castas yaciendo en campos floridos. Para Baudelaire, es necesario que la poesía sea contemporánea. Es así que cantará a lo más oscuro y maravilloso de la experiencia moderna: la ciudad, con sus contradicciones y su paradójica belleza. Así, la calle, la plaza, la prostituta, el mendigo, el pobre, el comerciante, el noctámbulo… todo el paisaje urbano y sus especies aparecerán retratadas en sus obras. Una forma de mostrar que el arte se compromete con el hoy, y no con un pasado mítico y venturoso. La crítica denominará a esta forma de hacer arte con el nombre de simbolismo.

El proyecto baudeleriano comienza a cristalizarse con Las flores del mal, quizás su libro más conocido. Én él se mezclan imágenes de todos los sentidos. Se trata de recomponer la sensualidad de la ciudad moderna. Lógicamente, el libro es rechazado por el medio artístico e intelectual en general. Hay sombras de la modernidad que nadie quiere ver. El libro es acusado por el gobierno francés de atentar contra la moral pública. Se le impone una multa de 300 francos. Aún así, Baudelaire se burlará de sus críticos, y se defiende argumentando que deberían calificar de inmorales también a los desnudos renacentistas. Luego se encargará de reunir el dinero necesario para su reedición, y fracasar de nuevo.

Es que el proyecto de Baudelaire tenía que salir mal. Y que saliera mal era la garantía de que saliera bien. Si la burguesía lo hubiera aceptado sin más, hoy lo habríamos olvidado, hubiera quedado absorbido por la época y sus enemigos. Para el padre del simbolismo es fundamental el fracaso, el rechazo y la soledad. Son indicios de que su obra molesta, incomoda a la burguesía que el siempre rechazó. Y esta es una condición necesaria para que hablemos de un artista: estar solo, tener fugaces momentos de empatía y volver a esa soledad tan aciaga y dulce que lleva a los paraísos artificiales del hashish y el opio. Es la melancolía, a la que el poeta homenajeará en Pequeños Poemas en Prosa, también llamado el Spleen de París.

Desde la imposibilidad de ser clasificado, Baudelaire fue gestando así una tradición de la literatura contemporánea: la figura del escritor maldito, que le corresponderá luego a Rimbaud o Artaud, entre tantos otros talentos de la palabra. Su escritura trasciende géneros: escribió también una novela –La Fanfarlo–, una obra de Teatro y un montón de textos inclasificables, como los Oneirocrities, al que denominó el arte de la interpretación de los sueños. En la misma dirección, su obra trasciende ámbitos: más allá de lo literario, está su actitud. Andar a contrapelo de la economía y la moral burguesa, hacer de la libertad una identidad y una posición desde la que envía botellas al mar, con la esperanza de que algún lector las recoja.

Charles Baudelaire murió sifilítico y afásico, en Bruselas, a la edad de 46 años. Su padrastro jamás comprendió que ese incorregible había inventado la poesía del Siglo XX.

Para consultar más sobre Baudelaire, se recomiendan especialmente las lecturas de Walter Benjamín en Sobre algunos temas en Baudelaire y de Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el Aire.

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