sábado, 21 de mayo de 2011

El artista sale a la vereda: A 19 años de su muerte el maestro ¨Atahualpa Yupanqui¨. Por Mauro Lococo




No en vano eligió Héctor Roberto Chavero el seudónimo de Atahualpa Yupanqui. Como el cantor narra, lo hizo por pudor, en ocasión de firmar sus primeras rimas, con tan solo 13 años. Los nombres aludían a los dos últimos caciques indios que reinaban para el momento en que América fue invadida por los españoles. El segundo, curiosamente, contenía un presagio: en la lengua amauta, Yupanqui quiere decir: “narrarás”. Y eso fue lo que el joven Antonio haría durante su vida.

El canto de Atahualpa trajo historias con gusto a polvo, ese que levantaron las carretas que recorrían nuestro país a principios del Siglo XX. Es que este cantor fue un viajero desde joven. Nació en Pergamino, y vivió un poco en todos lados: en nuestro país pasó por lugares como Tucumán, Junín, Entre Ríos, Buenos Aires, Rosario, Salta, Catamarca y Jujuy. En el extranjero, tuvo una breve estadía en Uruguay y terminó sus días en Francia, donde obtuvo la condecoración de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras en 1986.

La carreta es un objeto esencial para entender la obra de Atahualpa. Ella es el fuelle que nos permite comprender algunos de los temas a los que le cantó más especialmente. Uno es la huella del camino. No hablamos de cualquier viaje si no de aquellos que el viajero puede experimentar lenta y progresivamente, no como bajar de un avión: se trata de poder ver cómo el paisaje va cambiando frente a nosotros, a la vez que nosotros también nos vamos transformando. Nuestra carreta deja huellas en la tierra, pero más fuertes son las que él deja en nosotros.

El vehículo también encarna la dominación: Atahualpa le canta al paisaje pero también al hombre de campo, al mestizo. Huérfano de padres indios, bastardo de españoles, el trabajador del campo está siempre obligado a migrar, según el tiempo y los patrones disponen. Y en ese eterno tránsito, muchas veces, el cantor se detiene y canta sus miserias. Lo hace como hijo de la tierra y del conquistador, sin negar a ninguno, pero renegando, preguntándose por quién y por qué le ha tocado a él el trabajo, mientras que su fruto va a parar a otros. Buen ejemplo de eso es El Arriero, que versionara en su momento Divididos.

Así como los hombres son explotados, lo mismo corre para el campo. Es que el patrón no sólo se sirve de la fuerza de trabajo humana, si no también de la potencia y fuerza de la naturaleza. Así, trabajador, tierra, árbol se hermanan en la tristeza, en el sentimiento de vacío, en el despojo.

Esa experiencia de vaciamiento es precisamente la forma musical que envuelve toda la poética de Yupanqui. Pocas palabras, pocas notas, para expresar verdades atroces y transcendentes. El cantor solía recordar palabras de su abuelo, que explicaban el porqué de esta actitud: “Tenga cuidado con lo que va a decir, no le vaya a faltar el respeto al silencio”. Es que el silencio es, también, esa naturaleza profanada por el hombre, que en su actitud expansiva y egoísta, aturde.

En busca de ese silencio, Atahualpa pidió que sus restos se esparcieran sobre la casa que él había elegido como propia, en Cerro Colorado, Córdoba. Allí, solo se escucha el aletear de los cóndores y el susurrar de un arroyo que desemboca a los pies de la casa del cantor. Ahí reposa y calla. Su obra, sin embargo, todavía tiene mucho para contar.

Para una biografía de Atahualpa Yupanqui, recomendamos Atahualpa Yupanqui El canto de la Patria Profunda, de Norberto Galasso.

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