sábado, 2 de julio de 2011

Mauro Lo Coco.Johannes Vermeer: la mirada que abisma


Muy probablemente, la creación más difundida de Johannes Vermeer (bautizado en Delft 1632-1675) es la denominada Alegoría de la Pintura, también conocida como El arte de la Pintura, o bien con el nombre de El estudio del artista. La pluralidad de títulos nos dice ya algo sobre este pintor de los Países Bajos: el cuadro (que data de 1666 y es la pintura de mayor tamaño de toda la obra de Vermeer) nunca fue vendida ni circuló mientras su autor estuvo vivo. Luego de su muerte, las diferentes designaciones que el trabajo adoptó fueron relevados de diferentes papeles comerciales. La fría letra de los mercaderes terminó por darle nombre a una obra que Vermeer conservó para sí mismo hasta irse de este mundo.


El frío bautismo por parte del mercado resulta una parábola y un anticipo de la enajenación, fenómeno que el capitalismo incipiente estaba instalando en la subjetividad europea. Los artesanos y los artistas empezaban a verse condicionados por la oferta y la demanda para la producción de sus obras, y es así como éstas terminaban por pertenecer, en muchísimos casos, a familias que apenas podían apreciar sus virtudes. De hecho, El arte de la Pintura fue vendida durante casi doscientos años con la firma falsificada de Pieter de Hooch, curiosamente, el principal competidor de Vermeer. Es que de Hooch cotizaba más alto. Básicamente, porque era más prestigioso. En el Siglo XIX, cuando fue establecida la autoría de Vermeer, se pudo reconstruir la tragedia: su mujer había intentado conservar el cuadro y salvarlo del remate al que tuvo que acudir para pagar las deudas que el propio artista dejó a su muerte. Así, lo habría entregado a su propia madre con el fin de preservarlo. Un fallo judicial dictaminó que el pasaje había sido realizado después de la muerte del pintor, con lo cual la pintura fue a parar inevitablemente a manos de mercaderes que, por lo visto, no sabían mucho de este asunto.


Un equívoco más pinta a las claras lo que suele hacer la lógica mercantil con el arte: durante un tiempo se creyó que éste era un homenaje a la monarquía local, como manifestación de apoyo en la guerra con Francia. Sin embargo, también ha sido visto como una forma de crítica hacia la misma corona y como una reivindicación de la fe católica, muy minoritaria en los Países Bajos para ese momento. Lo cierto es que esta obra maestra presenta una epifanía de dos personajes, una mujer que representan respectivamente a una mujer que remite Clio –la musa de la historia y de la poesía heroica– y al pintor, que de espaldas a los ojos del espectador la retrata. Esa espalda es una de las pocas imágenes (la otra es un supuesto autorretrato en La alcahueta) que poseemos del pintor neerlandés, bastante reticente a darse a conocer, por cierto. Esta imagen es robada a su vez por nuestros ojos, que el artista posa detrás de un cortinado pintado con un inenarrable detalle. Curioso es que esta imagen, que se propone como un robo, como vouyerismo, integrara el salón principal de la casa del pintor hasta su triste destino de mercancía.


¿Pero qué nos enseña Vermeer, además de que el arte y el dinero nunca se llevaron bien? El pintor nos trae dos innovaciones fundamentales y desarrolladas con maestría, que si bien no son atribuibles por completo a él (ni a nadie, como toda innovación, pertenece a la cultura y no exclusivamente al genio individual) son trascendentales para la historia de la pintura.


Por una parte, Vermeer se caracteriza por la innovación en los motivos tradicionales de la pintura barroca. Este estilo es el que caracteriza a su época y con el que artista tiene una relación extraña. Su influencia puede verse en la proliferación de elementos y el tratamiento de la luz, aunque estos rasgos aparecen en un escenario poco característico de la pintura barroca:

luego de realizar algunas pinturas históricas, su dedicación se concentrará en el paisaje urbano. Contrario a la idealización del pasiaje bucólico como emblema de pureza, y alejado de los retratos complejos en interiores penumbrosos, Vermeer pinta las vistas de Delft de día y con inigualable complejidad. En esta misma dirección, luego aparecerán motivos todavía más problemáticos: la fe (en alegorías moralizantes) y la ciencia (cuyo progreso celebró en las figuras del astrónomo y el cartógrafo).


La luz es el elemento principal de la obra de la esfinge de Delf –como fuera bautizado por Thoré-Bürger, dados los pocos datos que tenemos sobre su biografía y formación– y esto se basa en cuestiones técnicas centrales: por una parte, el uso de tintes muy costosos preparados con pigmentos orientales (los azules y dorados son colores distintivos) y la cámara oscura como herramienta de uso compositivo. Posiblemente, estos berretines permitan comprender el creciente endeudamiento de Vermeer, quien tomó impagables créditos para pagar los altísimos costos de producción de cada obra. Esto, sumado al puntilloso estilo del artista, quizás explique también su escasa producción conocida: se le atribuyen apenas entre 33 y 35 cuadros. También acaso nos permita intuir por qué, salvo el Elogio de la pintura, sus obras fueron teniendo un tamaño cada vez menor.


Estas cuestiones técnicas se ven reflejadas en los cuadros más reconocidos del autor, que responden a la estética costumbrista. Allí se observa un progresivo despojo, que resulta significativo. Es la segunda innovación que queremos mencionar. Las primeras representaciones nos muestran a mujeres realizando trabajos cotidianos en escenas domésticas plagadas de elementos simbólicos: así, a la fidelidad de la imagen se le suma el plus de mensajes encriptados en el ordenamiento y organización espacial. Este barroquismo va cediendo en las últimas representaciones a imágenes más despojadas, pero que encuentran su complejidad y riqueza en los innumerables matices que la luz produce sobre los sujetos y sus cosas, relegando al fondo a un papel secundario: casi todo es figura. Sin embargo, esta figura es en sí misma un mensaje misterioso: la luz ilumina todos sus pliegues, su complejidad. Así, como la paradoja zen: no hay lugar más oscuro que bajo la luz de una lámpara.


El camino estético de Vermeer nos enseña así que mirar es iluminar, es hacer visible algo para que eso se exprese. De un primer tiempo en el que ubicó los elementos al servicio de su decir, el carácter alegórico fue desplazándose de los elementos simbólicos hacia el mero acto de mostrar, para que lo que vemos nos hable sin intermediarios. Es que las imágenes son lo suficientemente intrigantes y complejas como para controlar el sentido que producen. Por eso, deje de leer este comentario y ponga “Vermeer” en el google-imágenes.Todo lo que estoy diciendo le va a quedar más claro, créame.

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